Mi abuelo materno me enseñó con sus relatos y actitud a ser mexicano: a reconocer y no olvidar mis orígenes oaxaqueños, y amar México a través de su cocina.
Los abuelos, más que los padres, son figuras míticas para la formación de un individuo. Tienen todos los beneficios de ser adulto formando a un infante: se maximizan sus virtudes, aparecen en momentos claves o definitorios, minimizan sus defectos, y su presencia intermitente desarrolla en el niño una sensación de bondad extinguible por confrontación. Es un lazo que, de terminarse involuntariamente por la muerte, siempre se verá fortalecido y ganará con el paso de los años.
No soy la excepción. Tengo en mis abuelos (de ambos padres) efigies bañadas de sinfín de buenos recuerdos y engrandecidos por el tiempo de ausencia. Pero por mi obsesivo apego a la crudeza de la realidad, me he obligado a que muchos de esos recuerdos no se mitifiquen o tomen un valor allende del considerado realista.
Confieso que -para bien o para mal- he logrado mantener la figura de mis abuelos dentro de la realidad, conscientes de que son humanos y no estatuas de bronce. De que son reales y no parte de un imaginario familiar que responde más a las necesidades de quien recuerda que del recordado.
Consciente de que todo lo vivido tengo un filtro que individualiza mi manera de percibir el mundo, mis recuerdos son lo más apegados a la comprobación científica. O al menos trato de que esa postura de vida sea un ejercicio diario con todos mis actos, decisiones y afectos.
Frío, deshumanizado, encarnizado, crudo, inhumano, sin sentimientos, poco sensible, y un sinfín de apelativos me he ganado gracias a esa postura vital. Ya no me reprocho por ser así, he encontrado en esta manera de ser mi forma de respetar al otro y agradecer en vida lo que alguien hace por mi.
Decidí, en consecuencia de esa actitud, no esperar a la muerte o a la conclusión de una relación personal para extrañar o desear abrazar, y no pierdo mi vida con rencores absurdos. Tengo un “interruptor” con el que decido que situación o persona mitifico, idealizo o exacerbo. Mi vida es sencilla y satisfactoria, pero no está alejada de la complejidad propia de la toma de decisiones.
Referencias familiares
Es el caso de mi abuelo materno, Roberto Mendoza Zavaleta, el único de mis abuelos vivos. A pesar de las distancias físicas y diferencias de pensamiento que nos separan desde hace décadas, es una de las personas que más ha marcado mi vida de manera activa y pasiva, por fuerza de la presencia, la ausencia y el recuerdo. Es con quien más he aplicado ese filtro desmitificante y el que, después de mis padres, más me ha marcado.
Y es que sostener distancias con alguien querido es un homenaje para aquél que nos formó. Es una manera de exhibir madurez, una forma de demostrar que el camino del padre lo puede continuar el hijo, pero que no tiene que ser el mismo porque podría condenarse a repetir los mismos errores. Las diferencias distancian pero la sabiduría para respetarlas y manejarlas, sin dudas, aproxima.
Se lo he dicho a mis padres, y estoy seguro que en silencio mi abuelo Roberto lo intuye: disiento, cuestiono, contrasto, polemizo y me distancio muchas veces como respeto a su postura, a su vida y las diferencias que nos construyen.
Pero el cariño es perenne, y los recuerdos de infancia inmortales. Soy más y mejor persona diferenciándome cariñosa y cautelosamente, que cediendo mis convicciones o creencias laxamente solo por convivir. Prefiero un homenaje en silencio y un respeto distanciado, que una presencia hipócrita que se convierta en un fatídico cáncer.
Totopo, tasajo y chorizo mixteco
La Mixteca oaxaqueña está de moda gracias a actores y películas afamadas, y asesinatos de funcionarios públicos. Pero para mi siempre ha sido mi manera de comprender México, y en gran medida la razón definitoria de mi persona y visión profesional.
San Sebastián Tecomaxtlahuaca es un pequeño pueblo mixteco, cuna de mi abuelo y mi madre, de una humildad casi dolorosa en donde contradictoriamente habitan los símbolos más importantes de nuestra cultura. La máxima paradoja mexicana: la pobreza económica es inversamente proporcional a la riqueza cultural.

Crecí escuchando los relatos de mi abuelo: del amor por su tierra, de la forma en que viven, de la exaltación de su fiesta patronal y de las delicias de la sencillez. Crecí con las historias contadas en su casa de la Ciudad de México comiendo la triada de sabores que marcaron mi vida: chorizo mixteco, tasajo de res, y totopos.
Mucho que decir de las diferencias en sazón y picante del chorizo, y de la suculencia salina del tasajo. Pero hay mucho más alrededor de un totopo que sólo decir que se trata de una tortilla de maíz nuevo, semicrujiente cuando está fría, y que al calentarse se transforma en una tostada gigante de explosiones de maíz, humo de leña y sal de la costa.
Los totopos que mi abuelo “importaba” desde su pueblo para la CDMX fueron durante muchos años el único hilo que nos mantuvo unidos. Eran un recordatorio de historias compartidas, de recuerdos vividos de las tres ocasiones que visité su pueblo, y de las muchas risas y conversaciones alrededor de una mesa.
Los totopos fueron en gran medida la única coincidencia entre nosotros por muchos años de separación, e ir a visitarlo para recogerlos a su casa era parte de un ritual de reconciliación paulatina, de reconocimiento de la madurez otorgada por el tiempo y para sellar nuestro lazo sanguíneo.
Si muchos dicen que aprendieron a ser cocineros con sus abuelas, en mi caso puedo decir que aprendí a ser mexicano con mi abuelo. A respetar un terruño, a pensar, imaginar y hacer cosas grandes, a jamás avergonzarme de mis orígenes, y jamás renegar de la humildad de la que provengo.
Pero también a ser orgulloso de mi mismo y mis logros, a creer que para los que tenemos sangre oaxaqueña la terquedad no es un defecto sino uno de los pilares de nuestra personalidad y éxitos, y que los errores –aunque costosos- jamás son tan graves como para no perdonar o ser perdonado.
Cierre de ciclos
Hace unas semanas, viví algo que me hizo sentir privilegiado: después de muchos años de coincidencia que nos hemos ganado a pulso de diversas enfermedades, muchos años de ausencia, y ahora una restablecida relación, los papeles se revirtieron.
En la mesa estábamos mi familia cercana (madre, padre y hermana) en visita con mi abuelo, y en lugar de que fuera él quien contaba anécdotas de sus viajes por un momento hice conciencia de que era yo quien estaba relatando sobre mis recorridos en ciudades y mercados, sobre las cosas que he visto, y ahora era él quien escuchaba.
Preguntándome para extender la charla, con ojos atentos como los de un niño, mirada curiosa por saber más a través de quien relata, con una ilusión en su rostro que demostraba más que interés por el relato sino por saber de mi, de la persona que soy hoy, de que su nieto mayor ya creció.
Por un instante recordé cuando él era quien contaba de su pueblo, de un lugar que parecía lejano y que jamás conocería, pero que atento escuché durante años, y me formaron como persona.
Confieso que en mi alma cerré un ciclo, no para mal, sino que algo se cerró con broche de oro. Sin decirlo, ambos agradeceremos para siempre ese día, sentiremos nostalgia por lo que no tenemos, pero satisfacción por lo vivido. Gracias Roberto, mil gracias por tanto Roberto.
NOTA: esta columna fue escrita en la primera quincena de diciembre. El encuentro que relato se realizó una semana antes de que sufriera una hospitalización y operación estomacal. Durante su convalecencia en el hospital, mi madre le leyó estas líneas antes de ser publicadas en impreso. Afortunadamente, su intervención fue un éxito, actualmente se encuentra en su casa en CDMX y mi abuelo puede leer estas líneas directamente de la revista física.
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